«¡La estación!», exclamó mi madre. «Cómo habrá cambiado el mundo que ya nadie espera el tren». Entonces la locomotora acabó de pitar, disminuyó la marcha y se detuvo con un lamento largo.
Lo primero que me impresionó fue el silencio. Un silencio material que hubiera podido identificar con los ojos vendados entre los otros silencios del mundo. La reverberación del calor era tan intensa que todo se veía como a través de un vidrio ondulante. No había memoria alguna de la vida humana hasta donde alcanzaba la vista, ni nada que no estuviera cubierto por un rocío tenue de polvo ardiente. Mi madre permaneció todavía unos minutos en el asiento, mirando el pueblo muerto y tendido en las calles desiertas, y por fin exclamó aterrada: «¡Dios mío!». Fue lo único que dijo antes de bajar. Mientras el tren permaneció allí tuve la sensación de que no estábamos solos por completo. Pero cuando arrancó, con una pitada instantánea y desgarradora, mi madre y yo nos quedamos desamparados bajo el sol infernal y toda la pesadumbre del pueblo se nos vino encima. Pero no nos dijimos nada.
Vivir para contarla, Gabriel García Márquez